Salí de León en dirección a Madrid en el tren de las 6.30 y en poco menos de tres horas ya estaba en la capital española. Como el vuelo no salía hasta las 13.30 tuve tiempo más que de sobra para ir al aeropuerto. Lo aproveché yendo en el metro por las nuevas estaciones de la zona norte, que aunque era un poco más largo y me obligaba a hacer un trasbordo más entre líneas, me permitía recorrer una zona virgen para mi en lo que al metro se refiere. Y es que soy un auténtico enamorado del metro de Madrid (y del tren en general), que me parece el método más sencillo para poder moverte por una ciudad que en superficie es tan caótica como todas las grandes capitales del mundo. Como yo digo, si algo en Madrid no tiene cerca una estación de tren o metro es que no es lo suficientemente importante y no merecerá mucho la pena su visita.
Bueno, el caso es que a eso de las 10.30 yo ya estaba en el aeropuerto de Barajas esperando a que llegara Rubén para facturar juntos las maletas y pasar a la zona de embarque. Como nos sobraba bastante tiempo, nos dedicamos a pasear por la terminal y a comer algo antes de subir al avión, que ya sabemos todos que la comida de los aviones no destaca precisamente por ser de una calidad superior. Evidentemente la conversación pronto empezó a girar sobre temas de sumo, como el triunfo de Harumafuji en el último Natsu Basho y las “sorprendentes” tres últimas victorias de Chiyotaikai que le permitieron evitar la degradación a Sekiwake y su casi segura retirada.
El vuelo fue muy tranquilo y después de dos horitas ya estábamos en Ámsterdam. Justo en el sótano del aeropuerto está la estación de tren que enlaza directamente con la Estación Central de Ámsterdam, el auténtico corazón de la capital holandesa, así que nos subimos al tren y tras 15-20 minutos de viaje (nada que ver con los más de 70 minutos que tarda el tren de Narita a Tokio) llegamos a nuestro destino. Nos sorprendió el frío que hacía, más propio del mes de Marzo que del mes de Junio, pero como eso era lo de menos, nos abrigamos un poco más y nos fuimos al hotel, un B&B bastante agradable y tranquilo en donde lo más chocante eran las empinadas escaleras que había que subir hasta el segundo piso. Por supuesto huelga decir que no había ascensor.
Tras deshacer las maletas y descansar unos minutos, enseguida nos echamos a la calle a ver la ciudad. La verdad es que ir con Rubén fue una suerte, porque entre que él ya había estado en Ámsterdam y que además se notaba que se había estudiado a fondo las zonas interesantes de la ciudad, yo lo único que tuvo que hacer fue seguirle a donde él decía. Y la verdad es que creo que en los cuatro días que estuvimos por allí nos dio tiempo más que de sobra a ver todo lo interesante que tiene Ámsterdam que ofrecer al turista, incluyendo el barrio rojo y sus ofertas de sexo en escaparates, algo que a los dos nos dio la impresión de ser algo bastante frívolo más orientado al turismo que a otra cosa.
Quizás lo único que no me gustó mucho de Ámsterdam fue el tema de las bicicletas. Y no es que yo esté en contra de ellas, ni muchísimo menos, pero es que en esta ciudad los usuarios de bicicletas son los auténticos dueños del asfalto, no sólo por encima de los automóviles (algo con lo que puedo estar de acuerdo) sino incluso por encima de los peatones, algo con lo que ya no estoy en absoluto de acuerdo. Así que si alguien va a Ámsterdam de viaje, que sepa que la bici no va a frenar porque tú estés cruzando la calle, que si hay una obra en una casa y hay que vallar la zona, lo que se elimina es la acera para los peatones y búscate la vida para seguir andando, que hay calles sin aceras porque se necesita ese espacio para el carril bici (¿y el peatón?)… en fin, cada país tiene su cultura y no seré yo el que la critique. Simplemente a mi no me gustó ese tema y punto.
El primer día de viaje acabó pronto en el hotel. Habíamos visitado lo más céntrico y la verdad es que estábamos cansados después de un día bastante ajetreado, así que nos volvimos pronto y a eso de las 22.30 ya estábamos en la cama, preparando el cuerpo para la siguiente jornada, en la que ya íbamos a tener nuestro primer contacto con el verdadero motivo de nuestro viaje; el sumo.